Cristina Contel Bonet, Presidenta
de ACES y de la FNCP
| viernes, 12 de junio de 2015 h |

Encuentro a faltar la tradición anglosajona de dedicar más tiempo a la definición conceptual previa de lo que se va a tratar qué a lo que realmente se trata. Estamos inmersos en una espiral dialéctica, ¿Conceptual o ideológica?, ¿Qué hace que una entidad sanitaria se considere pública o privada?

Podemos reflexionar sobre varios aspectos:

¿Su naturaleza jurídica? En este caso, viene definida por la titularidad (propiedad) de su capital social, que lleva aparejada la capacidad de decisión en sus órganos de gobierno. A efectos jurídicos, parece determinante que la mayoría del capital social (51%) es conceptualmente el que diferencia una entidad pública de una privada, sin perjuicio de que la privada tenga o no, ánimo de lucro.

¿Su actividad? El hecho de que una entidad se dedique a un servicio o actividad de carácter social, pública o privada, como hecho determinante de su titularidad, decae en nuestro día a día, simplemente cuando cogemos un “taxi”. Que el tercero que concierta actividad sanitaria sea público o privado, en nada incide en la naturaleza de su capital social o capacidad de gobierno o decisión.

¿Su financiamiento? Podría plantearnos alguna duda… pensando que si es la Administración la que concierta actividad a una entidad, sea el porcentaje que sea, es a la Administración a quien le pertenece su titularidad. Pero pensemos también que cuando la Administración deja de concertar dicha actividad a la entidad “privada concertada”, lo hace con independencia de su viabilidad económica, que seguirá su suerte sin posibilidad de rescate o financiamiento público alguno. Simplemente la Administración como cualquier tercero, aseguradoras sanitarias, y mutualidades, deja de comprar actividad.

Y llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿Por qué esta diferenciación la tenemos tan clara en el resto de sectores, menos en el “sanitario”? Y para muestra, baste acercarnos al sector con el qué compartimos grandes similitudes a efectos de servicio público social, universal y esencial, como es la educación.

¿Por qué a las escuelas las conceptuamos con toda claridad y sin resquicio de duda como “escuela privada o pública” y dentro de la privada como “escuela privada concertada y escuela privada no concertada”? ¿No es esta última diferenciación la que arroja luz sobre el hecho de que la compra o concertación de actividad educativa por parte de la Administración (lo que llamamos “financiación”, concepto que también necesitaría un monográfico) en ningún caso convierte a la escuela privada en escuela pública? Si no hablamos de “privatización educativa” ¿por qué sí hacerlo de “privatización sanitaria”, cuando en los dos sectores, de forma idéntica se está concertando determinado porcentaje de actividad?

Esta concertación de actividad se realiza a favor del sistema sanitario, como en su caso del sistema educativo, servicios públicos que lo son con independencia de la naturaleza jurídica pública o privada de sus prestadores o concertadores, y que deben complementarse en beneficio del paciente y del propio sistema.

Sorprendentemente, desde la privada podemos afirmar que la “privatización de la sanidad”, que tantas ampollas –y con razón– levanta, se está llevando a cabo por parte de instancias públicas, mediante la reconversión de camas públicas en privadas y la realización de actividad sanitaria privada con recursos humanos y materiales públicos, al margen de las propias entidades privadas que son, después de los pacientes, las primeras perjudicadas. Más bien deberíamos de estar hablando de la “publitizando” la actividad privada.