Sergio Alonso es redactor jefe de ‘La Razón’ | viernes, 18 de octubre de 2013 h |

Las autonomías, las mismas autonomías que critican de forma hipócrita ante todos los micrófonos el copago hospitalario instaurado por la ministra Ana Mato para capear la bola de nieve del gasto sanitario, se están dedicando a la vez a escatimar tratamientos oncológicos a los enfermos de cáncer. En algunos casos sangrantes, dilatan lo máximo posible la llegada a sus hospitales de fármacos realmente innovadores que han sido previamente autorizados por el Ministerio de Sanidad. En otros, les ponen todo tipo de trabas burocráticas o informáticas que, en la práctica, imposibilitan a los médicos su dispensación a los pacientes. Y en otras ocasiones, escatiman las dosis a los enfermos, registrándose diferencias vergonzosas de hasta un 50 por ciento en el número de miligramos para un mismo tratamiento en función de las regiones, como demuestra un informe que la industria farmacéutica mantiene guardado bajo siete llaves para no herir susceptibilidades, ahora que la cosa está tan caldeada, pero que más pronto que tarde verá la luz. La sociedad Española de Oncología Médica (SEOM) acaba de hacer público el escándalo, adelantado ya la pasada semana en Gaceta Médica y su presidente, Juan Jesús Cruz, subraya que “en cáncer no podemos admitir que ningún tratamiento oncológico aprobado por el Sistema Nacional de Salud (SNS) tenga limitaciones de prescripción”. Y tiene toda la razón. La situación creada es una vergüenza en toda regla, que pone de manifiesto varias verdades, no por muchas veces repetidas, inapelables. La primera es que se ha instaurado en España una Sanidad de varias velocidades que ignora la cohesión, la equidad territorial y la igualdad en la atención médica. Fruto de ello es la aparición de pacientes de primera y de segunda, por el simple hecho de residir en uno o en otro lugar. La segunda es que al calor de la crisis económica, los consejeros de Sanidad, cual caciques, están haciendo de su capa un sayo, e ignorando cualquier decisión que emane de la autoridad central que entrañe gasto, aún a costa de los enfermos. La tercera es que esta falta de unidad de mercado ha empezado a ahuyentar las inversiones y a disparar la desconfianza sanitaria en España, en un momento en el que, paradójicamente, mejoran las expectativas económicas de acuerdo con los principales organismos internacionales y bancos de inversión. De todo ello se trasluce que el país se encuentra aún medio quebrado y la Sanidad no escapa de este huracán. Y la cuarta es que el Ministerio de Sanidad está haciendo una clara dejación de funciones o, cuando menos, se está mostrando incapaz para meter en vereda a las siempre díscolas autonomías. Tiene razón Ana Mato cuando culpa a estas últimas del desvarío que están cometiendo con los enfermos oncológicos. La situación en Cataluña y Andalucía, el feudo de la demagogia bajo el imperio de María Jesús Montero, es especialmente grave. Pero no basta con reconocerlo y denunciarlo. Hay que actuar. El ministerio es la más alta autoridad sanitaria del Estado, cuenta con el poder de la Alta Inspección y goza de capacidad normativa, a través del Gobierno, para corregir inequidades y poner fin a injusticias, vista la inoperancia absoluta del Consejo Interterritorial de Salud. Pasó ya la época de las lamentaciones. Es el momento de actuar. Si Sanidad vuelve a renunciar a hacerlo, les estará haciendo un flaco favor a los enfermos.

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